sábado, 25 de julio de 2009

Que ser libre no es un cuento

Envuelto en su manía persecutoria, cerró la puerta. Así había sido siempre, siempre desde que él recordara. Su corta vida no era más que una sucesión de personas que le repetían, una y otra vez, que no servía de nada tener miedo. Luego vinieron las camillas, los fingidos gestos de comprensión, los rostros que, seleccionando cuidadosamente hasta el más mínimo levantamiento de cejas, intentaban empujarle a seguir hablando. Y no sé, doctor, no sé por qué me pasa. Pero daba igual, siempre dio igual, porque ellos lo sabían (creían saberlo) todo sobre él antes que él mismo tuviera siquiera idea de si hacía calor o frío.

Así que cerró la puerta. Dentro, el miedo; fuera, la luz. No tenía muy claro cual de las dos cosas prefería. La luz siempre le había inspirado pánico: todo el mundo podía verle cuando había luz. En cambio, el miedo en sí mismo ya no le aterraba, había aprendido a convivir con él, tal y como se hace con cualquier otro animal doméstico. Por las noches, el miedo era su compañero de cama. Se introducía bajo las mantas, sutil al principio y más agresivo finalmente, reptaba hacia él en silencio, conscientre de que para realizar ciertos actos no hacen falta las palabras. Al llegar el alba, era él quien madrugaba y preparaba el desayuno, mientras que el miedo, perezoso, seguís durmiendo algunos minutos. Podría decirse que ese era el único momento del día en que realmente se sintiera solo, en que realmente se sintiera libre.

Por lo demás... dentro de la sala no había nada. Nada, como siempre. Como estaba condenado a continuar siendo. El miedo. Las voces. De nuevo.


- ¿Ya has despertado? Te prepararé el desayuno.

Luz. Más luz.

- Sí, mamá.

1 comentario:

Gallardo dijo...

Fragmento iluminador, como una caricatura de uno mismo. Con mas colores y un poquito mas de sombras...

Saludo.