viernes, 23 de enero de 2009

Lucha por tu libertad, la que tanto te enseñaron a amar

Lo que a continuación viene es el relato que escribí para el concurso de literatura de mi instituto. Hoy se ha llevado el primer premio.


Contumelia

El rumor ha ido creciendo en la plaza mientras caía la tarde de domingo. Se ha ido haciendo más fuerte sin que yo prestara atención a lo que llegaba a mis oídos. Todos lo saben, ya. Demasiado tarde. Y demasiado bonita. Ella era demasiado bonita. Quizá eso haya tenido la culpa de todo.

La conocí hace varios años en Kano, no recuerdo ya cuántos. Y me gustó al primer momento. No se puede describir la nuestra como una relación típica, convencional, al uso de una pareja de amantes o de dos prometidos meses antes de casarse. Nos veíamos a escondidas, donde nadie pudiera encontrarnos. Y disfrutábamos esas escapadas, tanto ella como yo, a sabiendas de que podía ser nuestra última oportunidad para estar juntas.

Me enamoré de su cuerpo, de sus ojos, de su boca, de su piel. Tenía (tiene) una piel preciosa: sedosa y brillante, tan negra como el tizón, que cuando se muestra desnuda parece gritar su imperante anhelo de unas manos que la acaricien. Conozco cada uno de los recovecos de esa piel. En qué lugares se vuelve mínimamente más clara, y dónde vuelve a oscurecerse de nuevo, recuperando todo su encanto, todo su esplendor. Conozco cada una de las curvas, las subidas y las bajadas, las entradas y las salidas del interior de su piel. He sabido hacer que se erice hasta el más mínimo vello que cubre esa piel, ese cuerpo. Me he cubierto por las noches con sus brazos, con sus trenzas. He visto sonreír y gritar de placer demasiadas veces a esos ojos, tan azules, como para ahora quedarme indiferente ante lo que está pasando. Ante lo que va a pasar.

Lo acordamos así, desde el principio: si nos descubrían a una, a cualquiera de las dos, ella cargaría también con la culpa de la otra. Pero ahora, ahora, cuando el momento ha llegado, no me siento capaz. No me siento capaz de girar la cabeza en un gesto despectivo y decir que no la conozco, si alguien me preguntara. Esa piel… la tengo demasiado dentro de mí, demasiado marcada en mi memoria. Hoy el rumor ha corrido más de lo necesario, más de lo que habría sido un punto de posible retorno. Ahora, no hay nada que hacer. Solo esperar.

Lo que más me duele es no poder verla una última vez. No poder abrazarla, decirle lo mucho que la quiero, infundirle los pocos ánimos que me fuera posible transmitir. Acariciarle la cara. Limpiarle las lágrimas. Darle un último beso, quizá. Ahora estará en casa de su padre, encerrada. Hasta él tiene que haberse enterado ya. Su piel maltratada, golpeada, violada, desgarrada. Puedo verlo, me duele a mí. Estará llorando, llorará mientras se limpia las heridas, si consigue encontrar agua dentro de la casa. No sé qué estará pensando. Tal vez, solo tal vez, se acuerde de mí. O quizá se arrepienta de todo, de todas las veces, de todas las caricias, de todas las promesas, quizá solo quiera volver al principio y decir que no en el momento en que, quizá, habría tenido que decirlo.

Demasiado tarde. Demasiado tarde para todo. Para escapar, para salvarla a ella, para salvarme yo, para olvidarnos de todo, para deshacernos de esta relación que no iba a ningún sitio o huir juntas del país. Porque hace unos días la vieron salir conmigo de un cobertizo, cogidas de la mano. No me identificaron, a ella sí. Mañana la van a juzgar. Su cuerpo, lleno de moratones producidos por los golpes de su padre, se postrará ante un tribunal. Pero yo sé, ella sabe, lo que va a pasar. La matarán. A pedradas. Por acostarse con una mujer.



Para Cris, que por fin se ha armado de valor y nadie la va a lapidar por ello.


martes, 13 de enero de 2009

Dos fragmentos de dos grandes hombres

Si yo sugiriera que entre la Tierra y Marte hay una tetera de porcelana que gira alrededor del Sol en una órbita elíptica, nadie podría refutar mi aseveración, siempre que fuera lo bastante cuidadoso como para añadir que la tetera es demasiado pequeña como para ser vista aún por los telescopios más potentes. Pero si yo dijera que, puesto que mi aseveración no puede ser refutada, dudar de ella es de una presuntuosidad intolerable por parte de la razón humana, se pensaría con toda razón que estoy diciendo tonterías. Sin embargo, si la existencia de tal tetera se afirmara en libros antiguos, si se enseñara cada domingo como verdad sagrada, si se instalara en la mente de los niños en la escuela, la vacilación sobre su existencia sería un signo de excentricidad, y quien dudara merecería la atención de un psiquiatra en un tiempo iluminado, o la del inquisidor en tiempos anteriores.

Bertrand Russell.


Es en este texto donde el filósofo británico Bertrand Russell expresa gran parte de su posición frente a la creencia religiosa. Y es que tiene razón: desde una perspectiva racional no se puede explicar la presencia de una entidad autoconsciente creadora de todo. Simplemente no se puede. Porque son ellos, los creyentes, quienes tienen que dar la explicación, no los que dudamos. La carga de la prueba recae en el que afirma: es quien dice que algo existe quien tiene que demostrarlo. En el ejemplo de Russell: es él quien tiene que demostrar la existencia de su tetera giratoria.

Pero la tetera de Russell se diferencia del cristianismo, el Islam o el judaísmo en que:

La razón por la que la religión organizada merece hostilidad abierta es que, a diferencia de la creencia en la tetera de Russell, la religión es poderosa, influyente, exenta de impuestos y se la inculca sistemáticamente a niños que son demasiado pequeños como para defenderse. Nadie empuja a los niños a pasar sus años de formación memorizando libros locos sobre teteras. Las escuelas subsidiadas por el gobierno no excluyen a los niños cuyos padres prefieren teteras de forma equivocada. Los creyentes en las teteras no lapidan a los no creyentes en las teteras, a los apóstatas de las teteras y a los blasfemos de las teteras. Las madres no advierten a sus hijos en contra de casarse con infieles que creen en tres teteras en lugar de en una sola. La gente que echa primero la leche no da palos en las rodillas a los que echan primero el té

Richard Dawkins.

Y ya está todo dicho, ¿no?

viernes, 9 de enero de 2009

Que el mundo tiene que tener remedio...

Un mal día, la mujer murió. El viejo esperó y esperó, pero ninguno de sus hijos volvió a casa para lamentar la muerte de su madre. Entristecido y acabado, sintiéndose basura inservible, enterró a su mujer y abandonó el pequeño huerto, encerrándose en un mundo de melancolía que le hizo perder la poca razón que le quedaba.
Otro mal día, llegaron las máquinas. El millonario propietario de los terrenos había vendido el gran huerto a una empresa constructora, que se disponía a edificar allí bloques de viviendas.
Llegaron por la mañana, con el amanecer, despertando al pobre viejo de la insípida duermevela en que se encontraba. Eran palas y tractores, que en apenas unas semanas limpiaron totalmente la tierra de cualquier pequeño rastro de naranja que hubiera podido quedar. El huerto se moría; el viejo también.
Aparecieron entonces los constructores, llenando todo de ruidos y planos, de grúas y estruendo. El viejo, en su pequeña casa, cerraba las cortinas deseando que todos se fuesen, dejándolo en paz con el recuerdo de su mujer y su huerto, el gran naranjal que recorría la llanura y su diminuta plantación de verduras.
Cuando los dúplex se levantaron, no acudió nadie a comprarlos. Y así, año tras año, el bonito césped que antaño estaba tan verde se fue pudriendo, la pintura naranja de las fachadas se rajó, los relucientes tejados de caliza se llenaron de desperdicios arrastrados por el viento, y la primera de las casas, de pésima construcción, se derrumbó.

Fue la señal esperada para que multitud de especialistas se acercaran al lugar, como ratas ante la comida. Dictaron la peligrosidad de la deshabitada urbanización, y al mes y medio volvieron, trayendo consigo de nuevo las máquinas, que se encargaron de demoler los edificios y retirar, una vez más, todo lo que quedase de ellos.
El viejo se asomaba a las ventanas, sin comprender, y pensaba el infeliz que quizá volvieran a plantar los naranjales, y que él saldría entonces, como si le hubieran devuelto una vida, a cuidar de su diminuto huerto. Y su mujer volvería un día, caminando como cuando vivía, trayendo tras de sí a sus hijos, pesarosos de no haber visto a sus padres en más de cuarenta años.
El dueño de la constructora, irritado por el fracaso de la urbanización, se quitó de en medio estas tierras poniéndolas en subasta. Las adquirió así un hombre maduro, amigo de las juergas, dueño de un par de casinos y una casa de apuestas. Pensó quizá en hacer la inversión de su vida, y a las pocas semanas regresaron las máquinas y los constructores, preparando la gran construcción que su ludópata y vicioso jefe tenía en mente.

El viejo, arropado inútilmente tras la ya enmohecida cortina, lloró. Lloró profundo, presa del dolor que le causaba ver aquello, tan hermoso hacía diez años, desmoronándose en pedazos. Lloró por él, que lo había perdido todo. Lloró por su mujer, que habría llorado también de haber visto aquello. Y lloró por el gran naranjal y por su pequeño huerto, que habían muerto ya, como él y su mujer, que estaría enterrada en aquel desierto que los estúpidos hombres estaban creando a su alrededor.
Tardaron dos años, pero la nave se levantó al fin, triunfal, rodeada de aparcamientos kilométricos, de estériles jardines de asfalto y junto a la casa del pobre viejo.
Llegó la gente al segundo día, haciendo ruido, apestando aquello con los motores de sus magníficos coches. Y aquella noche, la música comenzó, para no parar hasta ahora. Y la música produjo un remolino, un tornado de acontecimientos entre los que se encuentra todo lo que antes te he contado.

El dueño de los casinos, aburrido, se desentendió de la nave hace ya mucho tiempo, pero esta sigue aquí, intacta. La misma música, el mismo ruido, y hasta aseguraría que la misma gente que hace cinco años, si no hubiera visto salir y entrar a muchos.
Un día, al año de que la nave se abriera, alguien metió una pistola. No sé cómo sucedió, pero dos borrachos jugaban con ella y dispararon a donde no debían.
El viejo, después de trece años, había salido de casa. Se había acercado al pequeño huerto que antaño cuidó su mujer, y como un zombi, había cogido un pequeño rastrillo que se encontraba olvidado en el suelo. Pensaba renacer, quizá; no sabía lo que pensaba.
La bala le alcanzó en el pecho, desprevenido. Abrió los ojos sin saber qué pasaba, cayó al suelo y murió.