viernes, 9 de enero de 2009

Que el mundo tiene que tener remedio...

Un mal día, la mujer murió. El viejo esperó y esperó, pero ninguno de sus hijos volvió a casa para lamentar la muerte de su madre. Entristecido y acabado, sintiéndose basura inservible, enterró a su mujer y abandonó el pequeño huerto, encerrándose en un mundo de melancolía que le hizo perder la poca razón que le quedaba.
Otro mal día, llegaron las máquinas. El millonario propietario de los terrenos había vendido el gran huerto a una empresa constructora, que se disponía a edificar allí bloques de viviendas.
Llegaron por la mañana, con el amanecer, despertando al pobre viejo de la insípida duermevela en que se encontraba. Eran palas y tractores, que en apenas unas semanas limpiaron totalmente la tierra de cualquier pequeño rastro de naranja que hubiera podido quedar. El huerto se moría; el viejo también.
Aparecieron entonces los constructores, llenando todo de ruidos y planos, de grúas y estruendo. El viejo, en su pequeña casa, cerraba las cortinas deseando que todos se fuesen, dejándolo en paz con el recuerdo de su mujer y su huerto, el gran naranjal que recorría la llanura y su diminuta plantación de verduras.
Cuando los dúplex se levantaron, no acudió nadie a comprarlos. Y así, año tras año, el bonito césped que antaño estaba tan verde se fue pudriendo, la pintura naranja de las fachadas se rajó, los relucientes tejados de caliza se llenaron de desperdicios arrastrados por el viento, y la primera de las casas, de pésima construcción, se derrumbó.

Fue la señal esperada para que multitud de especialistas se acercaran al lugar, como ratas ante la comida. Dictaron la peligrosidad de la deshabitada urbanización, y al mes y medio volvieron, trayendo consigo de nuevo las máquinas, que se encargaron de demoler los edificios y retirar, una vez más, todo lo que quedase de ellos.
El viejo se asomaba a las ventanas, sin comprender, y pensaba el infeliz que quizá volvieran a plantar los naranjales, y que él saldría entonces, como si le hubieran devuelto una vida, a cuidar de su diminuto huerto. Y su mujer volvería un día, caminando como cuando vivía, trayendo tras de sí a sus hijos, pesarosos de no haber visto a sus padres en más de cuarenta años.
El dueño de la constructora, irritado por el fracaso de la urbanización, se quitó de en medio estas tierras poniéndolas en subasta. Las adquirió así un hombre maduro, amigo de las juergas, dueño de un par de casinos y una casa de apuestas. Pensó quizá en hacer la inversión de su vida, y a las pocas semanas regresaron las máquinas y los constructores, preparando la gran construcción que su ludópata y vicioso jefe tenía en mente.

El viejo, arropado inútilmente tras la ya enmohecida cortina, lloró. Lloró profundo, presa del dolor que le causaba ver aquello, tan hermoso hacía diez años, desmoronándose en pedazos. Lloró por él, que lo había perdido todo. Lloró por su mujer, que habría llorado también de haber visto aquello. Y lloró por el gran naranjal y por su pequeño huerto, que habían muerto ya, como él y su mujer, que estaría enterrada en aquel desierto que los estúpidos hombres estaban creando a su alrededor.
Tardaron dos años, pero la nave se levantó al fin, triunfal, rodeada de aparcamientos kilométricos, de estériles jardines de asfalto y junto a la casa del pobre viejo.
Llegó la gente al segundo día, haciendo ruido, apestando aquello con los motores de sus magníficos coches. Y aquella noche, la música comenzó, para no parar hasta ahora. Y la música produjo un remolino, un tornado de acontecimientos entre los que se encuentra todo lo que antes te he contado.

El dueño de los casinos, aburrido, se desentendió de la nave hace ya mucho tiempo, pero esta sigue aquí, intacta. La misma música, el mismo ruido, y hasta aseguraría que la misma gente que hace cinco años, si no hubiera visto salir y entrar a muchos.
Un día, al año de que la nave se abriera, alguien metió una pistola. No sé cómo sucedió, pero dos borrachos jugaban con ella y dispararon a donde no debían.
El viejo, después de trece años, había salido de casa. Se había acercado al pequeño huerto que antaño cuidó su mujer, y como un zombi, había cogido un pequeño rastrillo que se encontraba olvidado en el suelo. Pensaba renacer, quizá; no sabía lo que pensaba.
La bala le alcanzó en el pecho, desprevenido. Abrió los ojos sin saber qué pasaba, cayó al suelo y murió.

4 comentarios:

Vidadebohemia dijo...

Para quien le interese, lo escribí hace dos años, y es parte de una historia un poquito más larga, uno de los relatos más bonitos, en mi opinión, que he escrito nunca.

Vimes dijo...

Coincido contigo...

Joder, qué bonito.

Anónimo dijo...

Mola el texto, pero el pobre ancianito, morirse casi cuatro veces entre unas cosas casi mejor ir al cielo directamente con su mujer

Vidadebohemia dijo...

No he querido colgar el texto entero, porque es demasiado largo, pero ahí se ve claramente el sentido material de todo... no hay lugar para espirituarismos